lunes, 19 de marzo de 2012

Bodas de Oro de la Promoción 1956-63 del Instituto "Séneca" de Córdoba

       El pasado sábado 17 de marzo de 2012 se celebró en el Instituto de Bachillerato "Góngora", anterior Instituto de Enseñanza Media de Córdoba, un encuentro de antiguos alumnos que cursaron estudios en dicho Centro entre 1956 y 1963, celebrando así, sus bodas de oro de haber terminado el Bachillerato.  El encuentro fue organizado por Don Alfonso Gómez López, abogado, escritor e hijo del Ilustre Don Juan Gómez Crespo. El Acto de Bienvenida tuvo lugar en la Capilla del Colegio de  la Asunción de dicho Centro, con la asistencia de la Directora  del Instituto "Góngora", Doña Maribel García y de las Concejales del Excmo. Ayuntamiento de Córdoba, Doña María Amelia Caracuel y Doña María Jesús Botella. A dicho Acto contó con la presencia destacada de antiguos profesores del centro como Don Carlos Pérez de Siles, Don Constantino Pleguezuelos y Don Francisco Calderón. Posteriormente se celebró una misa de sufragio por los familiares, profesores y compañeros fallecidos a cargo del sacerdote Don Juan Moreno Gutierrez. Por último se celebró una comida de confraternización en las Bodegas Campos, para cerrar los actos con una visita nocturna a la Mezquita-Catedral de Córdoba.
Don Carlos Pérez de Siles y Don Constantino M. Pleguezuelos

       De dicha promoción de alumnos podemos citar, entre otros, a Don Urbano Cepas Rojas (Ingeniero de Caminos), Don Manuel Moreno Díaz (Traumatólogo), Don José Luis Ayuso Muñoz (Director de la Escuela de Peritos Industriales de Córdoba), Don Antonio L. Diaz Alonso (Doctor Ingeniero Agrónomo) así como el citado D. Alfonso Gómes López.

Alumnos de la Promoción 1956-1963, junto a antiguos profesores y la actual Directora del I.B. "Góngora"

      Palabras pronunciadas por D. Constantino M. Pleguezuelos en el Acto Académico


Sres. representantes del Excmo. Ayuntamiento de Córdoba, Sra. Directora del instituto “Góngora”, queridos antiguos compañeros del instituto “Séneca”, queridos alumnos celebrantes de vuestras bodas de oro en el Centro, señoras y señores:
 Cuando mi buen amigo D. Alfonso Gómez López contactó conmigo para rogarme que me uniese a vuestras celebraciones, un impulso natural me empujaba a rechazar la aceptación, por ser el menos indicado para hablar; pero… ¡quedamos tan pocos profesores! Y lo mío no es la retórica.
Mas al tratarse de un Gómez López, hermano de mis antiguos y caros alumnos José Enrique (veterinario), Antonio (Licenciado en Económicas) y Juan Manuel (Ingeniero Agrónomo), todos ellos buenos amigos, no tuve más remedio que aceptar y pido disculpas por mi osadía.

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Mi padre, Rafael, nació en Córdoba el 8 de mayo de 1897, precisamente el mismo día, mes y año que lo hacía en Cádiz el ilustre dramaturgo José María Pemán, hecho que comuniqué a dos de sus nietos, los hermanos Ramos Pemán, mis alumnos del instituto “Séneca”.
Estudié en el Instituto Hispano-Marroquí de Ceuta, donde nací, y en dicho Centro fui Profesor Ayudante gratuito y Profesor Adjunto Interino. Preparé mis oposiciones a Adjunto Numerario de Física y Química, cuyos ejercicios comenzaron el 28 de diciembre de 1959, festividad de los Santos Inocentes. Se desarrollaron y felizmente las aprobé teniendo que elegir plaza para el Instituto Provincial de Córdoba, luego instituto Séneca. El 19 de abril de 1960 el B.O.E publica los resultados de la oposición. Me creo en la obligación, y así lo hago, de ofrecerme al Señor Director y Claustro de compañeros. Recibo la contestación de forma inmediata, en forma de una tarjeta, del responsable del Centro, y en ella observo que se trata de un verdadero caballero, y los hechos posteriores me lo confirmarían. Se trata de D. Juan Gómez Crespo.

Un primo hermano de mi padre, que aquí tenía familiares ha de venir a esta Ciudad y me invita a que le acompañe, ya que sabía que estaba destinado a su Instituto, pendiente de la incorporación.  Esto ocurre el 20 de Agosto de 1960. Al siguiente día ya estoy contemplando el busto de Pedro López de Alba, el fundador del Colegio de la Asunción, y saludando al Secretario del Centro, D. Saturnino Liso Puente, quien a su vez era el catedrático de Física y Química. Su despacho era una habitación pequeña llena de papeles por todas partes.

Rápidamente surgió entre nosotros una complicidad que fue más allá de relaciones de compañerismo. Mi nuevo Jefe, compañero y amigo era 20 años mayor que yo, pero para mí fue como un hermano mayor, como un padre, me orientó en mis tareas docentes y en mis prácticas de Física, en aquel descomunal montaje en una de las clases para realizar nuestras experiencias de electricidad. Permanecimos juntos quince cursos, pues además de su Adjunto, luego Agregado, en dos ocasiones fui vicesecretario del centro. Era un trabajador incansable, de buen humor, se sabía de memoria “La Venganza de Don Mendo” y el “Tenorio”, versos que aplicaba cuando llegaba la ocasión.
Recuerdo cierta vez en la cual una chiquita de unos catorce años, muy despierta, llegó preguntando por la Secretaría y el Secretario. Su respuesta fue:
-¿Es la Hostería del Laurel?
- En ella estáis, caballero
-¿Está en casa el hostelero?
- Estáis hablando con él.
Había que ver la cara de asombro de la chiquita.
Su pasión: la filatelia y los trenes. Eran frecuentes nuestros paseos a la antigua estación de la Renfe, para ver la llegada y salida de algún tren, cuyos horarios se sabía al dedillo.
El 18 de Febrero de 1985, recibo una llamada desde Sevilla: era su hija Carmen (Poti):
Don Constantino, mi padre acaba de fallecer.
Ya podéis suponer como me impactó la noticia.
Quedamos en que yo le informaría de la triste noticia a Pedro Blanco, del Seminario de Física y Química y me encargaría de establecer los canales oportunos sin que hubiese olvidos ni cruces.
Al siguiente día estábamos en Sevilla, además del citado Pedro Blanco, José Rafael  Reyes, Laureano Pérez Cacho, entre otros.

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Pero  pasemos a relatar algo sobre hechos vividos durante los 19 años trascurridos en las aulas.
Día 20 de mayo de 1964. Examinábamos de ingreso en Madrid, D. Juan Gómez Crespo como Presidente y, como Vocales, Elvira Sotillos y quien os habla. Poco antes de las 6 de la tarde, D. Juan decidió suspender las pruebas porque decía que iba a tomar café. No más salir  yo le manifesté a Elvira que también iba a tomar café. Algo raro ocurría porque si se suspendían  temporalmente los exámenes y se salía a tomar café, se solía ir el tribunal ¿qué pasaba? D. Juan se fue a su casa y yo a la del conserje el señor Salguero, repito ¿Qué ocurría? Pues nada menos que a las 6 de la tarde confirmaba su alternativa el hoy el V Califa Manuel Benítez “El Cordobés”. A la hora prevista una fuerte lluvia caía sobre la Plaza de Toros de Las Ventas y el festejo formado por Pedrés, Palmeño y Benítez, se vio  interrumpido durante 30 minutos. El nuevo doctor de la tauromaquia resultó cogido y el pronóstico fue muy grave.
Reanudado nuevamente el tribunal, los dos varones comentábamos la mala suerte del torero de Palma del Río.
-¿Tú también has visto los toros?, me preguntó Elvira.
-Pues sí, claro, le respondí
-¡Qué fresco!, me contestó.
Y seguimos examinando.
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El comienzo del curso escolar se celebraba solemnemente. Se invitaba al acto al Señor Obispo, al Señor Gobernador Militar, al Señor Gobernador Civil, al Señor Delegado de Hacienda, entre otros de las denominadas fuerzas vivas de la ciudad. El problema del protocolo surgía con los tarjetones asignados al sitio de cada uno, y los problemas surgidos cuando alguno de los “importantes” mandaba a su segundo en su representación. Por ejemplo, el Señor Obispo al Vicario, el Señor Gobernador Militar al Jefe de Día, etc.
Presidía el Señor Director del Centro, y ahora voy a desvelar una cuestión que yo nunca no había sabido explicar: esa sincronización, al final del acto, de las palabras pronunciadas por el Señor Director “En nombre de su S.E. el Jefe del Estado queda inaugurado el curso escolar mil novecientos tal- mil novecientos cual” y el comienzo de las notas del Himno Nacional.

Estaba yo en la mesa presidencial, como Vicesecretario, sustituyendo a Don Saturnino Liso, el Secretario, que estaba en otros Centros con los exámenes de Reválida. La banda municipal se situaba en el patio de entrada; dentro del Salón de Actos el conserje, el Señor Salguero, junto a las cortinas que aislaban el salón del patio de entrada, disimuladamente, en la mano, un pañuelo visible para el director de la Banda así que al pronunciar la última palabra de mil novecientos cual, el señor Salguero como si fuera presidente de una corrida de toros, agitaba el moquero y… ¡corcheas al aire!

Era muy vistoso ver a los Señores Catedráticos… y Catedráticas, luciendo sus vistosas togas y birretes, destacando entre todos ellos el señor Cabanás, no sólo por su altura, sino porque era el único cuyo birrete poseía la borla que indicaba su doctorado.
Más adelante, ya jubilado, es decir, con más de setenta años fue investido doctor  D. Rogelio Fortea.

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Llegamos  al año 1979. En dicho año accedo a Catedrático de Instituto y paso,  desde el 1 de Octubre, a desempeñar mis funciones en el Instituto Nacional de Bachillerato “López Neyra” de esta Ciudad. Fue su primer Director Don Carlos Pérez de Siles, quien propuso el nombre que hoy ostenta, pues sometida a votación, alcanzó amplia mayoría.
Diez años en el mismo me permiten llegar a la edad de jubilación. Buenos recuerdos también tanto de compañeros, personal administrativo y subalternos, así como de mis alumnos.
Y la realización de una obra sobre el profesor que nomina al Centro, ilustre parasitólogo, que fue editada por la Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía, que gustó mucho a los antiguos alumnos de la Facultad de Farmacia del sabio cordobés.
Ya acabo: Mis felicitaciones a todos y, como suelo decir, ha habido un proceso alquímico inverso: el oro de vuestro tiempo se ha transformado en el plomo de mis palabras.

         Muchas Gracias.


       
     

18 comentarios:

  1. Que me dicen de D. Teófilo Perez Cacho,Jose Maria Cortazar, Srta Cecilia, D. Jose Maria Rey Heredia.

    Tantas figuras que marcaron generaciones de alumnado

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  2. Estimado profesor, lo recuerdo perfectamente. Y mis hijos han sido compañeros de sus nietos José A. y Miguel, y su hija Mati mi amiga.Todavía recuerdo su prinera clase de Física en 6° de bachiller : Física "ciencia de la observación y la experimentación" ojalá viva Vd. Muchos años, un entrañable abrazo. Francisco González Wals.

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  3. ¿Y quién se olvida de Don Cristino profesor de matemáticas? ¿Y de don José María Ortiz Juárez, profesor de filosofía, tan ameno en sus clases. Yo lo tuve en quinto de bachillerato. Sus clases eran tan amenas y cordiales que los de preu se colaban en ellas para oír su gratos discursos vestidos de charla docente. La de anécdotas de hombres célebres que conocía. ¡Qué erudición! ¡Y qué subrepticia ironía desplegaba sobre ciertos asuntos…!
    Pero… esperen, que voy a tratar de recordar a los profesores que dejaron al menos, el recuerdo de su nombre y el de la asignatura que cubrían. Lo que no recordaré es el año ni el curso en el que estuve bajo su autoridad como alumno del instituto.
    En 1º de bachillerato (curso 52-53)… no hubo primer curso que recordar; lo hice por libre y, de los profesores que me examinaron, solo recuerdo a Don Antonio (no recuerdo sus apellidos, pero sé que terminó siendo párroco de la Trinidad), que era profesor de religión, un cura muy querido por los chavales que lo conocieron, Solo recuerdo a D.Antonio, digo, y a Don Manuel Matey Bande, que sostenía la clase de dibujo…, un hombre joven, con bigote, atlético y de aspecto viril (creo que era catalán). A ninguno más recuerdo de los que me examinaron en mi debut como estudiante por libre del 1º de bachillerato.
    Al año siguiente (curso 53-54) profesé como alumno oficial en 2º de bachillerato. En ese curso, los niños estábamos en las clases que daban al patio que estaba tras la entrada principal que era la de la calle Diego León. La entrada principal…, sí un elegante portón claveteado de majestuosos bronces, donde ejercía su función de portero (también era bedel) el bueno de Moya, siempre sonriente y solícito y muy estimado por la turba de alumnos a la sazón. Su superior era Salguero, el conserje, un hombre que, con nosotros, no mostraba rostro sonriente ni era solícito.
    Recuerdo que mis profesores en ese curso (2º) fueron: Don Antonio, el cura profesor de religión mencionado anteriormente; don Cristino, un profesor de matemáticas cual no había dos. Era un señor de cierta edad que podría haber formado parte de la generación del 27. Veo que su rostro era el de un hombre ya mayor, bueno hasta toda ponderación, que comprendía que su saber no era de interés para la mayoría de aquella caterva estudiantil que éramos nosotros. También estaba el citado profesor de dibujo Don Manuel Matey que, por ser artista, era un gran admirador de la forma femenina, cosa que hizo que gozara de cierto renombre entre los educandos de ambos sexos. ¿Alguno más? Sí, un profesor de Latín, el señor Bravo, hombre más joven que maduro que creo que no dejó huella en los anales del instituto. Igualmente, hubo un cura algo distante y de aviesa mirada -profesor de música- cuyo nombre de pila nunca supe, pero sí el de Fray Pepe que era su nombre de guerra.
    Me estrujo la memoria y ¡ay de mí! no aparece en ella ninguna sombra más de docente de mi segundo curso de la que dar noticia. Sí recuerdo que había dos cursos de segundo: El A y el B. Yo era de segundo A.

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  4. Y llegó el 3º (curso 54-55) cuya clase fue instalada en el área del instituto que antes ocupaban las chicas. La entrada a nuestro nuevo destino se hacía por un portón tan grande como poco ostentoso, situado en la calle Nueva que, como el principal, daba acceso a un patio grande que, sin duda, vio tiempos mejores. Allí, aquella turba desaforada que éramos nosotros, ejercitaba sus recreos con una pasión incontenible.
    Mis profesores en aquella temporada fueron -¡ampárame, mi escurridiza Mnemósine!:
    En matemáticas, Don Cristino el Bueno quien, en ese curso demostró que su apelativo no fue aplicado en vano. Sí; el caso es que en el discreto rumor en el que normalmente se desenvolvía su clase, el atronador impacto de una gran bellota (impelida por brazo ejercitado) sobre la pizarra, y el subsiguiente y helado silencio que se produjo durante unos segundos alteró, primero la compostura y después el ánimo de don Cristino quien, después de las pesquisas llevadas a cabo con éxito por él mismo, condenó al forajido a suspenso en junio y quizás también en septiembre. La rigidez de Don Cristino se disolvió cuando el encausado rogó clemencia y éste fue indultado. Después de esto la clase prorrumpió en un aclamación profusa e incontenible hacia el profesor que no entendió nada de lo que pasaba. Y es que Don Cristino el Bueno era amado por sus educandos. En dibujo, creo que ya no estaba el archiconocido Matey. En su lugar apareció un señor más que maduro, -Don Honorino Buendía- que parecía esconder una apetencia contra natura en los recovecos y entresijos de su alma. ¿Un bulo? No se sabía. La clase de Lengua competía a la señorita Revuelta, hermana mayor de la auténtica y temida Dª Luisa Revuelta. En latín era titular uno de los ejes de la institución, Don Rogelio Fortea, un hombre maduro, elegante, de pelo blanco y grave semblante que no despertaba sino rechazo y temor entre sus alumnos. En religión, al irónico humorista Don Salvador, canónigo a la sazón del cabildo catedralicio que , a pesar de su genuino porte, atendía a su clase con un subrepticio contento personal. Se las daba de duro en junio, pero los suspendidos sabían que iban a aprobar sin esfuerzo en septiembre. ¿Quién más en tercero…? Ah. sí…; Mnemosine no me ha abandonado. Nuestra profesora de inglés (yo había elegido el inglés), que era una señora de unos cincuenta años de porte aristocrático sin ínfulas de aristócrata y aspecto británico, Doña Carmen Fustegueras .

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  5. Llegó el 4º curso y con él, mi memoria no colma mis expectativas: Creo que en latín era Don José María Cortazar el profesor… sí, aquel hombre de corta estatura muy miope y piernas zambas que era conocido discretamente entre sus educandos como (…) Era un profesor que, desgraciadamente, no despertaba en sus alumnos ninguna admiración aunque sí algo de temor. En matemáticas, no recuerdo; en religión era D. Salvador, el ameno cura canónigo ya conocido hace un rato; en inglés, la citada Dª Carmen Fustegueras; en…, en las restantes disciplinas, ni siquiera la sombra de un profesor me asistía: amnesia total.
    Pasada la reválida de 4º, voy a intentar poner el nombre y la cara a los profesores que impartieron sus enseñanzas en el 5º y 6ºcurso-ciencias . El primero que aparece es Don Saturnino Liso, titular de Física y química, un científico muy ameno que nos obsequiaba con algunos experimentos muy celebrados por nosotros. Era un sabio.
    Después me viene a la memoria Dª Luisa Revuelta, una señora madura de armas tomar y de gesto inquisidor, muy temida por sus educandos.
    Luego, distingo a D. Justo Gil, un matemático demasiado alto para el discreto intelecto de la mayoría de la clase: un sabio distraído.
    Mirando hacia arriba, aparece entre las nubes el rostro del ínclito Don Rafael Cabanás, quizás la gloria del instituto que, con su pipa y gafas ahumadas era una celebridad de la que no merecíamos su atención. Era nuestro profesor de ciencias naturales, el que llevaba en su pecho al Arqueociátidus marianus de sus amores. Nos animaba a recolectar toda clase de plantas, (ayudados por aquel librito “Claves dicotómicas para la clasificación de plantas y minerales”) y nos instaba para que los domingos hiciésemos excursiones paleontológicas y mineralógicas en busca de fósiles y curiosidades pétreas que le llevábamos a clase para que nos hablara sobre las que pudieran ser interesantes. Normalmente esto no sucedía porque las muestras solían ser rechazadas con un cordial: “Mejores que estos los he tirado”.
    De todos los profesores recordados, Don José María Ortiz Juárez, el de filosofía, aparece de entre las sombras iluminado y derramando sobre nuestras cabezas pecadoras, su generoso y ameno manantial de erudición que, como dije al principio, era muy celebrado entre los alumnos de preuniversitario. Algunos de ellos desertaban de sus clases, se metían disimuladamente en la nuestra y, amparados por la lejanía, se sentaban en los últimos bancos para oír sus floreados discursos.
    ¿Y qué me dicen de Don Juan Gómez Crespo? Era el que atendía la asignatura “Historia del Arte y la Cultura”. Su porte, trato y maneras eran los de un aristócrata. Parecía haber sido educado en un ambiente regio por los más distinguidos profesores que uno pueda imaginar. Cierto que mostraba un adarme de afectación, pero eso en él, no era en absoluto censurable. Para mí era un verdadero prohombre.
    Lejos de estos eminentes profesores, estaba el señor Erice, un rígido profesor beneficiado por los tiempos que corrían, que nos adoctrinaba sobre las bondades históricas y políticas del nuevo estado creado por el Nacional Catolicismo, impartiendo órdenes en su clase de “Formación del Espíritu Nacional”. Confieso que me duele recordarlo.

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  12. Animado por la satisfacción que me produce el recuerdo del Instituto de aquellas fechas, no he podido evitar trasladar, especialmente, a todos los supervivientes de aquel centro de cultura, parte de uno de los capítulos de mi libro “Deliquios” en el que rememoro algo de mis vivencias en aquella respetable institución.
    (Extraído del capítulo 34 de ”Deliquios” (Una visión humorístico-delirante de algunas de las cosas del Mundo perpetrada por un hombrecillo resquebrajado y claudicante.)
    "Y, por último, está la época del instituto... Sí, sí, porque yo cursé, junto con mi hermana Cristina, todo el bachillerato en el Instituto Nacional de Enseñanza Media de Córdoba, en la Plaza de Las Tendillas durante el tiempo que fue tutelado por Don Juan Gómez Crespo, primero, y Don Rogelio Fortea, después. Estuve yendo allí durante tres años, con mi hermana, y dos más en solitario.
    Ir al instituto, lo mismo que ir a cualquier sitio del centro de la cuidad era “ir a Córdoba” según los vecinos de la Huerta de la Reina. La huerta de la Reina distaba de “Córdoba” unos veinte minutos a pie, pero había que atravesar un hito -el viaducto- que era un lugar despoblado y sin abrigo posible contra el sol del verano y la lluvia y el viento frío del invierno. Mis recuerdos de entonces son relativamente infecundos en relación con el tiempo vivido a la sombra de esa etapa de mi edificación, y sólo he de recordar cosas de poco rango.
    Tengo que recordar, en primer lugar según el orden de aparición en escena, mis primeros viajes en autobús para “ir a Córdoba”.
    Para tomar el autobús que nos llevaba al instituto, teníamos que ir hasta la carretera del Brillante. Por allí pasaban cuatro líneas de autobuses: dos, que paraban en nuestro barrio y que podíamos usar los desheredados, miserables, analfabetos y vigilados de allí, y otros dos -que no paraban- que venían de la zona de las mansiones de los beneficiados por la fortuna y por la generosidad de la Patria. (No era deseable que los limpios de pecado se juntaran con la hez de la sociedad cordobesa en un lugar tan reducido como el autobús).
    El autobús más frecuente y al mismo tiempo más apreciado por los colegiales, era el de la línea “El Brillante”. Su conductor, Bernardo, era un hombre muy afable y bondadoso, y muy celebrado entre los usuarios de todas las edades. Conversaba durante el trayecto con los chavales y mostraba gran interés por sus problemas y peripecias. Las conversaciones, que se interrumpían en Las Tendillas -el final del trayecto- se reanudaban al día siguiente con toda naturalidad. El señor Bernardo también nos hablaba del brío que todavía quedaba en Genoveva, su viejo Bedford azul, con morro, guardabarros delante-ros y focos miopes que, cargado de sombras en pecado, parecía deshacerse cuando subía, renqueante, la cuesta del viaducto.
    Al final del trayecto estaba el instituto, que nos recibía con el buen talante y la tímida sonrisa bajo bigote de Moya. Moya era el bedel bueno, plantado como siempre tras el enorme portón claveteado de la entrada: Moya el bueno, el comprensivo y amable, el impecable, al que hacíamos sudar tinta durante las eventuales ausencias o tardanzas del profesor. (Sigue en el próximo comentario)

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  13. (Viene del comentario anterior)
    "El Instituto…; recuerdo los recreos, con aquellos juegos violentos de los que procuraba mantenerme alejado junto con otros pequeñuelos y apocados, por miedo a morir sofocado. No había niñas. Hasta cuarto curso, las niñas estaban separadas de nosotros. Sus clases estaban en otra zona a salvo de nuestras maquinaciones.
    Los juegos…. Los había muy variados, pero dos de ellos eran particularmente atroces.
    Uno era muy simple: consistía en aplastar al incauto que fortuitamente permaneciera distraído junto a un rincón del patio. La estrategia empleada era siempre la misma: unos cuantos se acercaban disimuladamente al elegido, y, a una señal convenida, pasaban a la acción. Entonces cargaban contra la víctima con la intención de empotrarlo en el rincón. Durante los primeros segundos del asalto, sólo intervenía el grupo de conjurados, pero por un mecanismo de llamada parecido al de las palomas urbanas cuando alguien les ofrece comida, la mayor parte de los que estaban en el recreo, de todos los cursos edades y condición, atentos o no al evento, dejaban sus quehaceres y acudían, como un solo hombre, en imparable tropel, a embestir con su hombro y empuje a la multitud que iba engrosando el ángulo del patio señalado por aquel azar. Todo el conjunto de beligerantes se amon-tonaba, en confuso revoltijo, en una montaña humana hirviente, ajustada al triedro de formaban las paredes y el suelo. A veces, cuando la refriega se prolongaba más de la cuenta, la Autoridad (los bedeles, los regentes y algún profesor), alarmada por el griterío, acudía apresuradamente y, con no poco esfuerzo, la montaña humana era disuelta. Aparte de los inevitables coscorrones y algunas magulladuras intrascendentes, nunca hubo que lamentar daños reveladores entre los participantes.
    El otro juego, que también era una aplicación de esfuerzos de compresión sobre el cuerpo humano, era más elaborado. El patio del recreo estaba circundado en todo su perímetro por un poyo de azulejos y mármol construido, con toda seguridad, para que las personas que lo desearan, pudieran sentarse a descansar o a conversar sosegadamente en aquel ambiente de paz sobre asuntos relativos a la Academia, sobre el conocimiento, o sobre los secretos del alma inmortal. Aquella primigenia utilidad había pasado a satisfacer otra clase de deseos. Saltaba a la vista que aquellos asientos ya no se usaban para tratar asuntos académicos, ni para ensanchar los límites del conocimiento en amena conversación y, mucho menos, para transportarse al éter ante la contemplación de la inconmensurable potencia del espíritu humano.
    Así, los asuntos académicos habían sido sustituidos por.... Bueno, aquel poyo... aquel patio era... una masa de niños luchando. Y la lucha por excelencia la constituía este otro juego. El juego consistía, como el anterior, en aplastar a compañeros, pero esta vez el objetivo no estaba claramente definido en lo que se refiere a señalar a alguien para inmolar. Aquí, todos jugaban con conocimiento de las contingencias en que podían verse envueltos. Es cierto que, como en el otro juego, también había un grupo de alumnos poco avisados en las confabulaciones de los que los vigilaban; eran algún grupo sentado en el famoso poyo en hilera más o menos larga. Los conspiradores, que se dividían en dos grupos, se sentaban en los extremos de la hilera de los incautos. En este juego, los incautos no quedaban aprisionados: podían elegir entre zafarse y resistir.

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  14. (Viene del comentario anterior)
    "Con todo dispuesto, a una señal -¡Ahora!- los malvados cargaban comprimiendo a la fila por sus extremos. Los descuidados pasaban súbitamente a interesados; algunos, los menos animosos, abandonaban el banco cuando la refriega comenzaba. Los embates de los extremos se aunaban a la voz de un cómitre universal que parecía proceder de regiones hiperbóreas y que rugía su terrible saloma: ¡Ahora! ... ¡Ahoora! ...¡Ahooora! ... y la gran parte del personal entregado a otras actividades en otro sitio del patio - como en el otro juego - pasaba a engrosar la fila en sus extremos... ¡Ahooora!...¡Ahooora!... y la presión en el centro de la fila empezaba a ser insufrible... ¡Ahooora!... y empezaban a menudear las bajas y los abandonos (los que se retiraban, se pasaban a los extremos) ¡Ahooora!... ¡Ahooora!... y los heroicos supervivientes se aferraban como podían a su escaño... ¡Ahooora!...¡Ahooora!... y... la fila reventaba en la parte central y gran parte de los héroes se derrumbaba en un apiñado enjambre humano.... ¡Ahoo...! Automáticamente, cuando esto sucedía, los extremos abandonaban su lugar de privilegio y, en un movimiento envolvente que hubiera hecho palidecer de envidia al héroe de Cannas, se arrojaban clamorosa y alegremente sobre los caídos, engrosando la montaña humana que se iba formando. Los pocos que no habían corrido a participar a la primera llamada del Cómitre, excitados ad nauseam, abandonaban lo que fuera, se arrojaban a las llamas y desaparecían bajo los escombros. El griterío era ensordecedor. Algunos, los más desenvueltos, trepaban por las rejas de las ventanas cercanas y, desde la altura, se lanzaban -¡qué espanto!- a pecho descubierto sobre el convulsivo y rugiente amasijo humano. Y eso era cuando el grupo de sedentes estaba hacia la mitad de una de las paredes del patio, porque cuando el centro coincidía en un rincón... bueno, entonces se mascaba la tragedia. Pero nunca pasaba nada; cuando los bomberos y las excavadoras (bedeles, regentes, profesores y voluntarios) apagaban las llamas y retiraban los escombros, sólo había gestos de héroes, rostros de satisfacción y algún que otro chichón amoratado que, durante muchos días después, era exhibido con afectada ostentación por su orgulloso propietario.
    También estaban las clases, de las que no hay nada interesante de que hablar desde la perspectiva académica. Lo bueno de recordar de aquellas era, como en casi todo en lo que intervenían aquellos alumnos, el espíritu de alegre beligerancia que flotaba en el ambiente.
    Yo también, dentro de mis posibilidades, era un beligerante impenitente. Cuando la ocasión lo requería, participaba activamente en las parcelas de lucha reservadas a los menos animosos. Una vez, fui el protagonista de una de las incursiones más atrevidas que se realizaron contra la pétrea estabilidad que glorificaba las clases de las hermanas señoritas Revuelta, graves profesoras de Lengua y Literatura española. Si no me equivoco era en tercero. Allí estoy, con doce años, en la clase de la mayor de las hermanas, una mujer muy mayor, de porte distinguido y algo sorda, la cual, desde el estrado situado en el ala izquierda de la clase, dirigía sus explicaciones al frente, dejando por tanto, desguar-necida la parte de su derecha, en la cual me encontraba ocupando un lugar de la segunda fila. (Ver más en el siguiente comentario)

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  15. (Viene del comentario anterior)
    "Hacía poco tiempo que yo había descubierto las propiedades adhesivas de un papel masticado e insalivado adecuadamente cuando es arrojado con cierta violencia sobre una superficie plana y poco porosa. Alejado, como estaba, de la atención de la profesora, con la pizarra enfrente, y completamente ajeno al asunto que debería interesar al buen alumno, me di cuenta de que me encontraba en una disposición muy favorable para ensayar las propiedades del descubrimiento de que hablo. Mastiqué, pues, un trozo de cuartilla sin usar y, después del tiempo que estimé necesario para conseguir la textura adecuada, lancé disimuladamente el producto resultante contra la pizarra. El resultado fue muy satisfactorio, tanto, que me atreví a repetir el ensayo empleando más cantidad de materia prima. El éxito culminó de nuevo mi acción. No es necesario decir que mis actos fueron tan silenciosos que la profesora no percibió lo más mínimo. Sí los notaron mis compañeros cercanos que, animados por la novedad, iniciaron a su vez tímidos escarceos que tampoco fueron descubiertos. Hasta este momento, una persona bienintencionada no habría considerado aquellos ensayos como un desacato a la Autoridad. Pero la semilla del mal había sido arrojada en tierra fértil; quiero decir que los habitantes de las localidades baratas del fondo de la clase, los maestros del oprobio y de la bajeza, hicieron suya la innovación…, y comenzó a caer sobre la pobre pizarra una lluvia de papeles masticados e insalivados de todos los tamaños, clases y formas, que la iban dejando irreconocible.
    Al principio, me sentí halagado al ver que mi gloriosa iniciativa había tenido tan excelente acogida, pero al rato, empecé a sentir aprensión… que se iba transformando en temor a medida que el temporal arreciaba y la pizarra desaparecía bajo un manto de pasta de papel. El temor se transformó en terror cuando un periódico enorme, el periódico más grande que se hubiera editado jamás, debidamente procesado, triturado e ¿insalivado? voló ostentosamente desde algún lugar indefinido del fondo de la clase y se estrelló contra la pizarra, como un meteorito, esparciéndose en grandes salpicaduras celulósicas, con un ruido sordo y profundo. Cubrió la mayor parte de la pizarra. El hilo del que pendía mi vida empezó a deshilacharse porque la profesora miró a su derecha y percibió las variadas y notabilísimas irregularidades en la superficie del encerado. Con un ¿qué habéis puesto ahí? se levantó y contempló el ultraje en toda su inmensidad. Después de un inútil ¿quién ha sido? (era imposible que aquello fuese obra de uno sólo, incluso de varios) la pregunta derivó a ¿quién ha empezado? ... y mi hilo se rompió. Un enorme dedo, inmenso como un dios, me señalaba: era la clase, toda y una, que me inculpaba. Yo había sido el cerebro e instigador del desacato. Fui condenado a limpiar la pizarra y a retirar el producto resultante. También se me prometió el suspenso incondicional en junio y ya veríamos si en septiembre. Yo era un niño bueno, menudo y bueno que no había sido suspendido jamás. Caí en una gran consternación, de la que salí gracias a la intervención de mi padre, que se las ingenió para que la profesora aceptara mis excusas en una visita que le hicimos en su domicilio. A cambio de prometer que no lo haría más, me perdonó y no me suspendió. Es toda una aventura ¿no les parece? ¿No? A mí, sí. ( Sigue en el comentario próximo)

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  16. ( Viene del comentario precedente)
    "En quinto y en sexto yo seguía siendo niño. Las clases eran mixtas, si bien es cierto que no estábamos mezclados con las niñas. Nos separaba un pasillo cuya anchura era variable en función de la atención que los profesores prestaban, eventualmente, a esta circunstancia. El más avisado de todos era el que a la sazón era el director del instituto, Don Juan Gómez Crespo, nuestro profesor de Historia del Arte y la Cultura. Jamás olvidaré su porte aristocrático, su gran comedimiento y ostentosa buena educación, aderezados, según mi visión, con una pizca de afectación. Caminaba por el pasillo -de anchura menguante- con los pulgares en las sisas de su chaleco recitando sus conocimientos y, cuando la estrechez dificultaba su paseo, se paraba, marcaba con las manos una distancia a la altura de las mesas y declamaba: “entre las niñas y los niños tiene que haber como mínimo el canon de un metro”. Y los chavales, inmediatamente, ensanchaban el pasillo arrastrando sus mesas alegremente y produciendo un estruendo ensordecedor que se prolongaba mucho más tiempo del necesario para
    ejecutar aquella operación debidamente. El señor Director se retiraba precipitadamente del pasillo sin hacer más comentarios. Cuando acababa la clase y se marchaba, el pasillo volvía a su anterior angostura.
    Algunas veces, el señor Gómez Crespo, en su afán innovador, e inclinado a la docencia mediante el uso de las nuevas tecnologías de entonces, nos regalaba la clase con la proyección de diapositivas. Los proyectores de entonces no eran como los de ahora; era necesario cerrar los postigos de aquellas altísimas ventanas para sumir el ambiente en la penumbra. Cuando empezaba la proyección y la atención del profesor se centraba en el objeto de su conocimiento, el cielo del aula se poblaba instantáneamente con toda clase de cuerpos voladores: abrigos, carteras, libros, enormes bolas de papel, paraguas, trozos de tiza, restos de bocadillos y en general todo lo que fuera susceptible de formar una unidad arrojadiza. Había una coordinación que parecía acordada entre las dos partes; una fracción de segundo antes de que el profesor volviera la cabeza para investigar la procedencia del fragor que acompañaba aquel revuelo, todos aquellos cuerpos volantes desaparecían como tragados por la tierra... y viceversa; todo sucedía como copiado de las películas cómicas de entonces.
    Durante este mismo curso fue cuando lo de la guerra fría entre rusos y americanos. Como no podía ser menos, en la clase había dos facciones paralelas, caricaturas de las originales, que se enfrentaban cordialmente con la exclusiva intención de divertir al personal, sobre todo, al del sexo opuesto. Y eran muy bien vistas y unánimemente celebradas por toda la clase, las provocaciones y desafíos entre los más temerarios representantes de cada facción, así como las subsiguientes batallas en que estas se resolvían -en un alarde magistral de clandestinidad y sigilo- ante las mismísimas narices de los profesores.
    (Sigue en el comentario próximo)

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  17. (Viene del comentario de antes )
    "El profesor que más facilidades daba para la realización de los preparativos y las batallas era, naturalmente, el de matemáticas. Digo naturalmente, porque todos los profesores de matemáticas que conocimos en el Instituto eran catedráticos más o menos de la talla del insigne Rey Pastor y, con ese nivel, difícilmente se sentirían satisfechos dando clase a aquellas pandillas de energúmenos ignorantes y desaforados, plenos de ardor bélico, que éramos nosotros. Por ello, el conocimiento matemático que impartían aquellos sabios, seguramente, no iba más allá de ellos mismos. Por lo menos en nuestra clase era así; había un profesor que derramaba y amasaba ciencia matemática en un torrente incesante para su único alumno ... que era él. Y con una integración tan perfecta de alumno-profesor, no tiene nada de extraño que ambos cayeran en el ensimismamiento que alienta la comunicación entre almas gemelas. Los únicos momentos en que aquella simbiosis descendía a la realidad, era cuando la pizarra estaba llena a rebosar de apretadas filas de ecuaciones que era necesario borrar para que aquel manantial de ciencia pudiese seguir manando, o cuando el fragor de la lucha a sus espaldas rondaba los límites del desafuero. Ante el primer caso -el de la pizarra saturada- aquella unidad indivisible profesor-alumno, recurría a la obsequiosa disposición de alguno de aquellos seres desconocidos que se amontonaban allá a lo lejos, muy por debajo de su plano sublime; ante el segundo -el del rugir de la guerra-, la citada unidad indivisible lanzaba al patio de butacas una ceñuda y escrutadora mirada por encima de sus medias gafas de présbita, una Mirada que duraba unos instantes. Después, la unidad indivisible volvía a sumergirse en su docencia-aprendizaje hasta que las circunstancias volvían a repetirse. Ni que decir tiene que, en los instantes en que la unidad profesor-alumno prestaba atención a la realidad beligerante, la multitud batalladora y clamorosa de los niveles inferiores y viles, se transfiguraba instantáneamente en un grupo correctamente alineado de estatuas sedentes de expresión inane y mirada sin vida. Pasado el momento, el ardor guerrero, contenido magistralmente por aquellos infames, invadía de nuevo los corazones y se manifestaba en toda su gloria hasta la próxima ronda. En cierta ocasión, uno de los proyectiles de los que continuamente surcaban el espacio en busca de la posición enemiga, fue una gran bola de papel de periódico en llamas que, después de dos o tres desesperados rechazos, pudo ser apagada a manotazos por uno de los héroes de la jornada, sin que el suceso trascendiera más allá de los asombrados y divertidos espectadores. El conjunto maestro-discípulo no percibió nada; tal era su interés y concentración en la disciplina matemática. (Sigue)


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  18. (Viene de lo anterior)
    "Cosas parecidas, aunque no tan feroces como la del periódico ardiente, se daban de vez en cuando en aquellas aulas, pero no había desobediencia ni faltas de respeto a los profesores. Cuando algún profesor descubría el desorden, la clase temblaba sin que nadie pensara en el rigor del castigo. Todos nosotros, los ruines, sentíamos la contrición verdadera que es la que procede de la propia vergüenza. Aquellos profesores, casi todos catedráticos y todos sabios y humanos estaban, sin ellos proponérselo, a la altura indiscutible de la persona superior que se apreciaba en ellos con sólo verlos. Nuestros juegos y diversiones en clase se ejecutaban invariablemente dentro del nerviosismo y la aprensión del que se sabe fuera de la ley, pero ese regocijo no se conseguía gratuitamente ni con la menor muestra de descaro. Ninguno de nosotros deseaba ofender al profesor para tener que avergonzarse después. De ahí nacía, inconscientemente, nuestra notable maestría en las artes del disimulo.
    Todos los profesores de entonces dejaron huella en mi memoria; los unos, por sabios; los otros, por buenos; los más, por amenos; y todos por su distinción y buenas maneras. Ninguno dejaba traslucir parcialidad en su pensamiento: todos eran intelectuales y espíritus libres. Exceptúo de este grupo a los dos o tres profesores impuestos por las circunstancias. Al recordarlos ahora, no dudo de su buena fe y ni tampoco de su formación, pero entonces, sólo sabía que eran personas de otra esfera, ásperas y autoritarias, que no sonreían jamás.
    Podría dragar mis sedimentos de memoria y sacar otras pepitillas de oro, muchas de plata, innumerables de cobre y alguna que otra piedrecilla semipreciosa, pero tendría que basarme exclusivamente en la forma de narrarlas para despertar el interés con que yo distingo su brillo. No lo hago porque debo guardar mis pobres recursos para otras partes del camino que me quedan por andar.
    Aquí se acaban los comentarios. Si ha resistido este gatuperio, suyo es el mérito.

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